27 de mayo de 2011

Sobre Viajes en Carretera

De mis años en España no tengo demasiado recuerdos. Recuerdo mi casa, el colegio y uno que otro anécdota de nuestra vida en Madrid. Sin embargo, algo que no olvidaré fueron los viajes que hicimos en carro por Europa durante esos años a final de los 80. Uno creería que un par de niños menores de 10 años se aburrirían viajando por las carreteras del viejo continente, pero por el contrario, fueron paseos inolvidables y divertidísimos para nosotros.


Chiquitica en París

Uno de los primeros recuerdos que tengo fue cuando en una oportunidad viajamos a París. Una noche mis papás decidieron salir a cenar a un restaurante de la ciudad y nos dejaron a mi hermano y a mí en la habitación del hotel. Era quizás una de las primeras veces que nos dejaban solos, por lo cual mi papá nos dió instrucciones claras para asegurarse de que todo estuviera bien. Nos teníamos que portar bien, no hacer tremenduras, y fue especialmente enfático en decirnos que si alguien llamaba por teléfono hablando francés, debíamos contestar Je n’ai parlez pas francais que significa: Yo no hablo francés. Mi hermano y yo pasamos un rato repitiendo una y otra vez la frase para asegurarnos de que no se nos olvidara. La verdad es que no le dimos mucha importancia y pusimos a jugar tranquilamente solos en el cuarto. Al pasar el rato, para nuestra sopresa, sonó el teléfono de la habitación y mi hermano atendió asustado ante la voz de un hombre misterioso que hablaba incesantemente en francés. Los dos pusimos cara de tragedia; apabullados y nerviosos mientras mi hermano repetía sin parar Je n’ai parlez pas francais, Je n’ai parlez pas francais; una y otra vez por el teléfono hasta que no aguantó más y se puso a llorar. Esto obligó a mi papá, el misterioso ‘señor francés’ de la llamada, admitir que era él, y que todo era una simple broma. A nosotros no nos pareció muy gracioso, y a mí jamás se me olvidó como decir que no habló francés.

Mi hermano y yo casi siempre compartíamos la habitación de hotel con mis papás, pero en varias ocasiones nos tocó un cuarto solo para nosotros. Jamás olvidaré como en una oportunidad nos pusimos a pelear sobre quien era el más fuerte de los dos, y mi hermano, para mostrar su fortaleza le metió un puño a la puerta del cuarto la cual, por sopresa, atravesó casi completa. Afortunadamente él no se hizo daño, pero ahí comenzó la tortura sobre si mis papás, o la gente del hotel se daría cuenta de la tremendura y nos cobrarían la malicia. Por supuesto, mi hermano, siendo muy inteligente, me cargó parte la culpa a mí obligándome de ese manera a mantener silencio y no acusarlo por semejante acto de vandalismo. Nos fuimos del hotel y por suerte, nadie nunca se enteró de lo ocurrido, convirtiéndonos así en prófugos de la ley hotelera Europea.

En algúna montaña en algún lugar de Europa

Quizás uno de los recuerdos más especiales que tengo de esos viajes ocurrió en Suiza en un invierno helado. Llegamos a un hotelito en la montaña, y después de comernos un delicioso fondue de queso que nos calentó por dentro, decidimos, tarde en la noche meternos en la piscina del hotel. La piscina, por supuesto, era techada y calientica, rodeada de ventanales inmensos que daban hacia la nieve blanca cayendo sobre el pueblito. Jamás olvidaré lo rico que fue estar los 4 solitos jugando y riéndonos en la piscina calienticos mientras afuera hacía ese frío tan espantoso. Un recuerdo que indudablemente siempre quedará grabado en mí.

Esos viajes por Europa al final nos enriquecieron. En el carro íbamos jugando, cantando canciones infantiles, peleando y recitando países y sus capitales. Por cierto, en alguna oportunidad me equivoqué respondiendo ante alguna pregunta de mi papá que la Madre Teresa era de Cancún en vez de Calcuta. Tan solo tenía como 6 añitos, ¿qué iba a saber yo lo que decía? Durante el viaje, mis papás nos contaban las cuentos que conocían de lo pueblitos por los que íbamos pasando. Hablábamos de historia, de realeza, y de la gente que habitaba esos lugares. Recuerdo mucho que me sorprendió Mont Saint Michel por la particularidad de ser una isla de noche y poder llegarle en carro de día. También recuerdo comer cochinillo en Segovia incontables veces y correr por las calles de Granada una y otra vez. Fueron momentos en que pudimos acompañarnos y acercarnos aún más como familia. Al final, cuando uno viaja así, pasa prácticamente las 24 horas del día juntos. Fueron momentos en los cuales aprovechábamos de lo bueno de cada uno y disfrutábamos al máximo mientras aprendíamos sobre cultura y Europa.

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